En una de sus Cartas a Lucilio, Séneca nos dice lo siguiente:
Un espíritu sagrado, que vigila y conserva el bien y el mal que hay en nosotros, habita en nuestro interior; el cual, como le hemos tratado, así nos trata a su vez.
Este pasaje es para mí es un axioma en toda regla. Vamos a centrarnos en lo último que promulga Séneca: como le hemos tratado, así nos trata a su vez. Según él nos dice,dentro de nosotros existe una fuerza divina que nos concede la facultad racional. Llamémosle alma, espíritu o incluso naturaleza, como los mismos estoicos denominaban. La cuestión es que nuestra condición natural es semejante a la de un ser animal, pero no es la misma. Nuestra capacidad de razonar nos permite ser conscientes de lo que hacemos y de lo que sucede y esta misma capacidad nos ayuda a perfeccionarnos.
Por ello, ante lo inevitable que resulta abandonar nuestra condición humana —memento mori—, hemos de perfeccionarnos de todas maneras. La razón es nuestro «don divino» y la imperfección nuestra cualidad humana. En cambio, para perfeccionarnos, hemos de dar este primer paso: amarnos aceptando nuestras imperfecciones.
Imagina que somos personas que reconocen sus defectos. De hecho, más que imaginarlo, debemos hacerlo. Reconozcamos nuestros defectos, ya que es el primer paso sobre el denominado amor propio: reconocer y aceptar nuestra imperfección.
A simple vista es algo que hemos estado haciendo siempre, pero ahora lo haremos de diferente manera. Por motivo de nuestros defectos nuestra autoestima suele variar. Sin embargo, el error no radica en los defectos, sino en que nosotros mismos nos flagelamos una vez que los identificamos. Nos automutilamos con insultos, nos despreciamos, nos rechazamos y nos automarginamos. En pocas palabras, destruimos nuestro amor propio.
Esta carencia se manifiesta por medio de procesos emocionales y actitudinales muy duros como depresión, culpabilización, dependencia emocional, desaprobación, inmadurez… De hecho, la ausencia de este amor propio provoca que numerosísimas personas nos culpabilicemos de acontecimientos de los que, en realidad y en muchas ocasiones, bajo ningún concepto teníamos el control. Otra posibilidad frecuente estriba en que, si el control del hecho sucedido era un mínimo, concebimos nuestra falta como si fuese el pecado original. En otras palabras, maximizamos nuestra responsabilidad a un nivel que en realidad no nos corresponde.
Bien puede considerarse «natural» culparnos de algún hecho no deseable y lo escribo entre comillas porque, más que pertenecer a nuestra naturaleza, pertenece a nuestro ego. Sin embargo, los mismos estoicos sostienen que otro error humano pendiente de corregir es confundir qué está y no está bajo nuestro control, cuestión que ya conocemos mucho.
Cuando identificamos los rasgos de nosotros mismos con los que sentimos insatisfacción, escuchar injurias y ofensas que parten de nuestra propia voz construye el camino erróneo que tomamos. De esta manera, dejaremos ese recorrido y caminaremos por el trayecto de la virtud.
De este modo, una vez identificados nuestros defectos, debemos depositar nuestra energía y esfuerzo en corregirlos y perfeccionarnos. Todo lo que se encuentre al margen de esta misión es irrelevante o, por lo menos, secundario. Otras «virtudes aparentes», como los comentarios de Instagram y los «Me gusta» de Facebook, no existen, porque no contribuyen a nuestra misión. Nuestras propias virtudes que marcan nuestra identidad son las verdaderas cualidades que forjan nuestros proyectos vitales.
Recuerda la frase: Un espíritu sagrado habita dentro de nosotros, el cual, así como le hemos tratado, así él nos trata a su vez.
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