Albert Einstein nos dejó una gran frase: «Intenta no volverte un hombre de éxito, sino volverte un hombre de valor». Tiene mucha razón. El problema radica en que confundimos ambas cosas. Solemos vincular el valor con el éxito y manifestamos nuestro éxito de diferentes maneras, la mayoría materiales: la marca de nuestra ropa, nuestros bienes inmuebles, nuestros ingresos, nuestro coche… Algunas no tienen por qué ser tan materiales: nuestro trayecto laboral, académico, el número de libros escritos, el número de goles encajados…
Todas estas acciones pueden demostrar nuestros talentos, nuestro esfuerzo o nuestra vocación, pero no demuestran nuestro valor. En este concepto interviene el estoicismo. Para los estoicos, un hombre de valor corresponde al ideal que ellos mismos construyen: el hombre sabio.
Uno de los mayores investigadores del estoicismo, en concreto de Séneca, lo señalaba: «Solo el hombre sabio toma sus decisiones con rectitud de forma consciente. Pero hablamos de una rectitud interior, es decir, una rectitud que el mismo sujeto sabe por qué la aplica. No se trata de una decisión recta de forma accidental, sino aplicada a través de la conciencia. [Por el contrario], el necio puede también tomar buenas decisiones, pero no de forma consciente, sino por otras circunstancias»[1].
Dicho de otra manera, el hombre sabio posee muchísimo valor porque es consciente de las decisiones que toma y la razón por la que las toma. Un qué seguido de un porqué. Y este porqué se fundamenta en la virtud. En la condición humana. En vivir y actuar conforme a la naturaleza. Hoy acudimos a la carta 75 de Séneca:
Todas las acciones en la totalidad de la vida se organizan en vista de lo honesto y lo torpe; a este fin se dirige la decisión de obrar o no. Diré en qué consiste esto. El hombre de bien [o de valor] realizará lo que haya considerado que debe hacer con honestidad incluso si, al margen de la riqueza, resulta fatigoso, obrará incluso si resulta dañoso, obrará incluso si resulta peligroso; por el contrario, no realizará lo que resulte torpe aun si produce dinero, placer, poderío. Ninguna causa le apartará de lo honesto, ninguna le invitará a lo torpe.
El adjetivo «torpe» procede del adjetivo latino turpis, pero no tiene el significado que nosotros conocemos. En la antigua Roma, turpis o la cualidad de turpitudo significaba «deshonesto, necio» o, dicho de otra manera, «carente de sabiduría». Asimismo, podemos traducirlo en nuestros términos como «carente de valor». Por esta razón, cualquier acción deshonesta o necia, aunque produzca dinero, fama o poder, es una acción carente de valor. En cambio, si nuestras acciones se ajustan a lo honesto, a lo virtuoso, a lo prudente y, en suma, a lo sabio, dispondremos de gran valor, aunque ningún bien material esté presente. Para concluir esta comparación, Séneca finaliza este discurso con suma claridad:
A nadie estimamos por lo que es, sino que le añadimos también las cosas con las que es decorado. Por tanto, cuando quieras empezar y conocer el verdadero valor del hombre tal cual es, examínalo desnudo; que se quite de encima su patrimonio, sus cargos honoríficos y otros engaños de la fortuna; que desnude su propio cuerpo: contempla el alma, cómo y cuán grande es, grande por lo suyo propio o por lo ajeno.
[1] Paul Veyne (2005), L’Empire gréco-romain, Seuil, París, p. 688.
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