Tiempo aproximado de lectura, 6 minutos.
***
Daniel Goleman, en su célebre libro titulado Inteligencia emocional, sostuvo que «la región más primitiva del cerebro es el tronco encefálico, que regula las funciones vitales básicas, como la respiración o el metabolismo, y lo compartimos con todas aquellas especies que disponen de sistema nervioso, aunque sea muy rudimentario. De este cerebro primitivo emergieron los centros emocionales que, millones de años más tarde, dieron lugar al cerebro pensante: el neocórtex. El hecho de que el cerebro emocional sea muy anterior al racional y que éste sea una derivación de aquél, revela con claridad las auténticas relaciones existentes entre el pensamiento y el sentimiento».
Junto con esta afirmación, observamos la semana pasada que nuestra naturaleza humana, para los estoicos, consta de una parte irracional —los sentimientos— y otra racional —donde se ubican la razón—. Dentro de nuestra esfera racional, la cual posiciona el estoicismo como «bien propio del ser humano», poseemos una capacidad cognitiva denominada conciencia. ¿Cómo definieron los estoicos la conciencia?
Según Séneca, la conciencia consta de dos tipos: la conciencia psicológica y la conciencia moral. La primera corresponde al reflejo de la conciencia a sí misma. Se divide en la intencionalidad, consistente en la relación del pensamiento humano con la intención de actuar de forma no automática —es decir, llevar a cabo una acción previamente meditada—, y en la reflexionalidad, que equivale a la autoconciencia, a la capacidad del hombre de saber que él es consciente, característica que podemos traducir por la expresión «tener sentido común». Pues bien, este tipo de conciencia se asocia a una perspectiva más natural y científica del concepto.
Sin embargo, Séneca superpone la conciencia moral, que está basada en una relación establecida entre la conciencia psicológica, comentada arriba, y la norma de las acciones humanas. Dicho de otra manera, la conciencia psicológica equivale a nuestra capacidad de conocer quiénes somos, qué hacemos y qué vamos a hacer; la conciencia moral equivale a conocer qué acciones son buenas y cuáles son malas. Para saber si actuamos correctamente o no, los estoicos establecen una norma que se divide en dos raíces: la voluntad superior o ley natural, en primer lugar, y la voluntad personal o libre albedrío, en segundo lugar.
Con esta división jerárquica de la conciencia moral, los seres humanos vivimos un proceso de conciencia cuando vamos a actuar. Un primer paso corresponde a la conciencia antecedente, que consiste en un juicio práctico o moral con el que nosotros analizamos lo que vamos a realizar. El segundo paso es el de la conciencia consecuente, en la cual analizamos nuestros actos ya realizados, junto con sus secuelas. En este segundo paso interviene el concepto de autoanálisis o examen de conciencia. La conciencia constata los actos realizados y su acuerdo o desacuerdo con la ley natural o ley moral, sufriendo así nuestro ánimo humano fases afectivas buenas o malas. En este proceso, somos conscientes de si hemos obrado bien o mal en función de la ley moral y, asimismo, sabe si seguimos o no el camino correcto.
La conciencia moral es mucho más compleja. Ella testifica, obliga, acusa o reprende el ajuste o desajuste con la regla de los actos humanos. Se trata de un juicio al que es imposible ocultar la verdad o engañarlo, es un testigo que penaliza y llena el alma de aflicciones o bien aprueba y llena de satisfacción a nuestro ánimo. Este proceso ya ha de ponerse en marcha desde la infancia hasta que, una vez que adquirimos autonomía, reconocemos por nosotros mismos lo bueno y lo malo de nuestras acciones.
Después de esto, nos preguntamos qué tienen que ver las emociones. Sí, tienen que ver. Y mucho. Como indica en su tratado Sobre la ira, los sentimientos forman parte de nuestra naturaleza, pero su gestión es labor de nuestra conciencia:
Para que sepas cómo nacen las pasiones, cómo crecen y cómo se desarrollan, te diré que el primer impulso es involuntario, siendo como preparación de la pasión y a manera de empuje. El segundo impulso se realiza con voluntad fácil de corregir, como cuando pienso que necesito vengarme porque he sido ofendido, o que debe castigarse a alguno porque ha cometido un crimen. El tercer impulso ya es tiránico: desea vengarse, no porque sea necesario, sino aunque no lo sea. [Y este tercer impulso] vence a la razón.
Los estoicos lucharon día tras día para descubrir el modo de extirpar las pasiones/emociones. Pero no. No es posible. Posidonio y Séneca defendieron una perspectiva dualista de esta teoría: el ser humano consta de ambos polos, del racional y del irracional. La cuestión es entrenar la razón para que dirija a la emoción.
Si seguimos las palabras del pensador cordobés, las emociones son puramente humanas e incluso inevitables. No podemos extirparlas. Sin embargo, en el proceso posterior a ese primer impulso que nos causa una emoción es donde nuestra razón o, más bien, conciencia cumple un papel primordial. Cuando una emoción nos abate, nuestra conciencia ha de identificar la emoción que se encuentra en nuestro interior y, a su vez, analizar previamente las acciones consecuentes a las que nos conduciría. Junto con ello, examinar si esas supuestas acciones serían correctas o tendrían consecuencias desagradables. En cambio, si la conciencia no interviene, la emoción predomina y actuamos, valga la redundancia, sin conciencia. Actuamos de manera irracional porque la razón ha quedado bloqueada por el poder de la emoción. Estos procesos en los que hemos de superponer la razón a las emociones resultan muy complejos no por la exigente preparación que requieren, sino especialmente porque estos procesos ocurren en poquísimos segundos.
En cambio, los estoicos ofrecen una estrategia eficaz: ensayo-error. Cometer errores y analizar nuestras malas acciones nos permiten identificarlas con el fin de no cometerlas de nuevo. Por eso, como decía Séneca, tenemos la denominada conciencia consecuente, el polo de la conciencia que se ocupa de examinar lo ya realizado.
El mismo Séneca recurrió a la conciencia consecuente, no por sus acciones —que también lo hizo—, sino sobre todo por las acciones del emperador que gobernó antes de escribir su tratado Sobre la ira: Calígula. Séneca propuso un método con el que analizar las acciones crueles que Calígula llevó a cabo tras ser dominado una y otra vez por la cólera. Tras componer este tratado, cuando ya Nerón pasó a dominar el poder de Roma —la política romana para los estoicos, otro asunto que trataremos—, comprendemos la razón por la que Séneca pretendía recalcar la buena conciencia a Nerón en su tratado Sobre la clemencia. Tras vivir bajo el mando de emperadores tiránicos, Séneca trató de entrenar a un gobernante para que gestionase bien sus emociones y actuase de forma meditada y controlada, en lugar de impulsiva y sin control. Su método fracasó.
Querido lector, querida lectora. Eres estoico. Eres estoica. Te propongo un hábito. Cada mañana y cada noche anota en un diario las acciones que vas a llevar a cabo y las que has realizado. Examínate a diario. Ejercita tu conciencia antecedente y consecuente. Sé el dueño y la dueña de tus acciones, no esclavo de ellas.
Da igual que nadie sea testigo de lo que hacemos. Nuestra conciencia ya lo es y lo será siempre. Vivamos con la conciencia tranquila.
Artículo escrito por Daniel Arenas, si quieres recibir sus inyecciónes estoicas INSCRÍBETE.
Deja una respuesta