Una vez, cursando sus estudios de Psicología Clínica, en Montreal, Jordan Peterson vivió en el Hospital Douglas sus primeras experiencias con personas que padecían enfermedades mentales. Un día, mientras él y sus compañeros esperaban en fila a recibir las instrucciones del psicólogo alemán que dirigía las prácticas, una paciente se aproximó a él y una de sus compañeras. La paciente les interrogó: «¿Por qué estáis todos aquí de pie? ¿Qué estás haciendo? ¿Puedo quedarme con vosotros?». Ninguno de los dos sabía qué decir. Ninguno de los dos quería responder nada que resultase rechazo.
Jordan Peterson veía únicamente dos vías posibles: o inventar alguna historia y quedar bien con la paciente o, directamente, decirle la verdad. Como suponemos, optó por la verdad. Respondió que eran estudiantes noveles, que eran sus primeras prácticas como psicólogos y que ella no podía unirse. La paciente adoptó un rostro abatido y dolido, pero duró poco tiempo. Pronto recuperó su semblante normal tras comprender la respuesta.
Esta anécdota que narra Jordan Peterson en su libro es un ejemplo muy brillante que muestra hasta qué punto tendemos —o somos capaces de tender— a la mentira según qué fines. O bien mentimos para quedar bien o bien aceptamos mentiras porque no queremos escuchar la verdad.
Ahora, podemos pensar: «Solo es una mentira piadosa». Todo lo contrario. Una mentira es un arma destructiva. El mismo Jordan Peterson lo confirma:
Ir a lo fácil o decir la verdad no son solamente dos opciones distintas. Son dos caminos diferentes que atraviesan la vida. Son dos formas totalmente distintas de existir. Puedes utilizar las palabras para manipular el mundo y hacer que te proporcione lo que quieras. Es lo que viene a ser «actuar políticamente». Es tergiversar. Es la especialidad de aquellos que carecen de escrúpulos. Es lo que todo el mundo hace cuando quiere algo y decide falsificarse para agradar y adular. Es dedicarse a la maquinación, a la proclama de eslóganes, es propaganda.
De la simple «mentira piadosa» puede surgir lo que el psicólogo austriaco Alfred Adler llamó «mentiras de vida». Una persona que vive una «mentira de vida», según el Dr. Peterson, está intentando manipular la realidad a través de la percepción, el pensamiento y la acción. Es percibir el mundo no de la forma que es, sino de la forma que la persona desea. Aunque sea mentira. Y lo peor es que esa mentira se globalice mediante acciones masivas.
El duelo entre la verdad y la mentira ya tuvo lugar en la Antigüedad en el mundo de la filosofía. En concreto, ideas formuladas con decoro, aunque carentes de verdad a su vez, se conocían como sofismas. En latín, Cicerón y Séneca los llamaban cavillationes, que consistían en «cuestioncillas sutiles» que agradaban por su sutileza. Pero escondían un significado falaz. Para Séneca, los sofismas:
Encierran este gravísimo defecto: procuran un cierto encanto y al espíritu atraído por su falaz agudeza lo cautivan y recrean cuando tan gran multitud de asuntos reclama la atención.
Cuando escuchamos cosas que nos agradan, que dulcifican nuestra capacidad auditiva, ¿tenemos claro que se trata de una verdad o es una mentira que endulza una intención de manipulación? Prestigiosos pensadores estoicos, como Séneca, encontraron duras rivalidades en otros «pensadores» que no formulaban ideas claras, auténticas y congruentes con la naturaleza, sino que eran meros aduladores que planteaban las cosas como ellos mismos deseaban. No hacían pensar, sino que hacían que los demás pensasen lo que ellos querían. ¿Resulta algo familiar esta situación?
¡Cuánto se parece la adulación a la amistad! Enséñame la manera de poder discernir tal semejanza de conceptos. En lugar de amigo se me presenta un enemigo lisonjero. Los vicios se nos insinúan con la apariencia de virtudes; la temeridad se esconde bajo el nombre de fortaleza, moderación se llama a la indolencia, al tímido se le considera precavido. En estos casos nos equivocamos con gran riesgo. Aplica a cada concepto sus notas distintivas. Si deseas clarificar del todo la ambigüedad de las palabras, muéstranos que es feliz no aquel hombre al que se le considera como tal, sino aquel que todo el bien lo tiene en su alma, noble, distinguido.
Los estoicos planteaban todas sus cuestiones sin reparo porque para ellos la verdad valía mucho más que el placer de escuchar «palabras agradables». Aunque la verdad fuese amarga. Vivir conforme a la naturaleza suponía vivir conforme a la verdad y vivir conforme a la verdad supone aceptar la verdad tal cual es.
Ahora, la gran pregunta es, ¿cuál es la verdad? Esa es la gran pregunta de la filosofía. La filosofía nos forma para ello: no para alcanzar la verdad, sino para buscarla. Buscar la verdad no es nada fácil, pero sí nos permite cuestionar las mentiras.
Las mentiras nos rodean constantemente y no solo proceden de los demás, sino que incluso pueden salir de nuestras propias palabras. Y nada peor hay que traicionarnos a nosotros mismos. Si nos autoengañamos, trataremos de ocultar esas imágenes que no queremos ver. Pero ya no quedará ningún lugar donde regocijarnos porque la verdad, tarde o temprano, surge.
Por esta razón, a partir de ahora caminaremos siempre con la verdad por delante. Por un lado, cuestionaremos las palabras que recibamos y analizaremos si son verdad o no lo son. Por otro, no solo diremos la verdad a los demás —aunque resulte amarga, podemos decirla con asertividad y mesura—, sino que también nos la diremos a nosotros mismos. Aunque no lo parezca, la verdad nos hace descubrir tanto el mundo en sí como nuestro mundo. En eso consiste conocernos a nosotros mismos. En decirnos la verdad y actuar al respecto.
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