Por naturaleza, ¿el ser humano es bueno o es malo? Como decía Rousseau, ¿es bueno, solo que la sociedad lo corrompe? O bien, como decía Maquiavelo, ¿es malo, salvo que sea preciso ser bueno?
Aquí encontramos uno de los mayores interrogantes de la filosofía. En el caso del estoicismo, ¿cuál sería la opción correcta? De forma resumida, ambas son válidas, ya que tanto los vicios como las virtudes forman parte de la naturaleza humana. Ahora bien, en dicho planteamiento tiene más peso la opinión de Maquiavelo.
Así como podemos comprobar en otro artículo, el ser humano cuenta con unos «deberes naturales» —lo que llamamos officium en latín—, los cuales se agrupan en cultivar la filosofía y ejercitar las virtudes por el bien común. Ahora bien, aunque el ser humano posea estos deberes pendientes de ejercer mediante la razón, necesita unos criterios consensuados para ejercerlos. Dicho en pocas palabras, necesita seguir un modelo.
Este modelo puede percibirse de muchas maneras: leyes civiles, corrientes filosóficas, personajes de prestigio, mentores, amigos, familiares… De hecho, ¿cuál es el modelo que tomamos cuando somos pequeños? Así es. Nuestros padres son el modelo que seguimos.
De forma inevitable formamos nuestra identidad siguiendo unos patrones que se basan en la sociedad en que vivimos y en cualidades de alguien particular que, por diversos motivos, consideramos un modelo a seguir. Este hábito, el de actuar de acuerdo con un modelo que admiramos, se encontraba presente en la doctrina estoica. Así lo comenta Séneca:
Es provechoso sin duda imponerse un guardián y tener a quien dirijas la mirada, a quien juzgues que está presente en tus pensamientos. Es mucho más honroso vivir como a la vista de algún varón virtuoso siempre presente en nosotros; pero a mí me basta solo con que realices cuanto vas a realizar como si alguien te contemplase. Todos los males nos los inspira la soledad.
Si no poseemos un modelo, si no seguimos unos patrones mínimos de conducta, nuestra evolución puede desembocar en un estilo de vida «salvaje». Tenemos su consolidación en un experimento que desarrolló con chimpancés la etóloga Jane Goodall. En dicho experimento, pudo comprobar que la vida de los chimpancés consistía en una vida llena de matanza entre ellos y, de acuerdo con la teoría darwinista de la evolución, los seres humanos hemos heredado dicha tendencia salvaje[1].
Ahora bien, así como indica el psicólogo Jordan Peterson, la construcción de un consenso social y extrapolado a muchos niveles —legislativo, jurídico e incluso religioso— ha permitido que todos sigamos, en mayor y en menor grado, un orden. Por esta razón, la sociedad facilita el orden antes que el caos.
Así pues, ahora es el momento de identificar defectos en la sociedad que contradicen lo expuesto hasta ahora. Si bien es necesario fundamentarnos en un consenso con el fin de construir una identidad, Séneca comenta lo siguiente:
Cuando ya hayas progresado tanto que tengas respeto hasta de ti mismo, te será permitido despedir al preceptor.
Aquí está la clave. Necesitamos seguir un modelo en nuestra sociedad hasta que lleguemos al punto de valer por nosotros mismos. Cuando llegamos a dicho estado, es el momento de evaluar los defectos de la sociedad, renunciar a ellos y proseguir nuestro camino de forma independiente.
Seguir un modelo nos permite cultivar nuestra razón de ser social y vivir en comunidad. En cambio, una vez que cultivamos nuestra identidad, llega el momento de basarnos en la razón, en nuestras virtudes y despreciar los defectos comunes. Llega el momento de edificar nuestro propio rumbo, nuestro propio destino. Un destino virtuoso.
[1] Esta visión del ser humano como ser salvaje que necesita un consenso social es defendida por el epicureísmo, en concreto, por el poeta latino Lucrecio en Sobre la naturaleza de las cosas.
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