Contemplamos en el título de este artículo el célebre aforismo griego inscrito en el templo del dios griego Apolo en Delfos: conócete a ti mismo. El autoconocimiento supone uno de los proyectos vitales más bellos del ser humano sin olvidar que también es de los más difíciles. Ahora bien, con el fin de conocernos, la palabra naturaleza que los estoicos apreciaban de manera incondicional sirve de apoyo para ello.
Este artículo presenta unos matices diferentes de los anteriores. Si bien mantiene su filtro filosófico, consta a su vez de un componente reducidamente metafísico y extensamente antropológico. Sin embargo, resulta más fácil de comprender de lo que podemos imaginar porque, como señalaba Séneca en su Carta 8, la filosofía no equivale a especulación ni teorías de índole contemplativa, sino que se trata de una disciplina puramente práctica:
«La filosofía no es una destreza agradable para el pueblo ni dispuesta a la ostentación; no se halla en las palabras, sino en los actos. Ni se aplica a fin de que el día se consuma con algún entretenimiento ni con la intención de que el aburrimiento se alivie con el ocio. Construye y modela el espíritu, ordena la vida, gobierna las acciones, indica lo que debe hacerse y lo que debe omitirse, está sentada en el timón y en medio de los apuros dirige el recorrido de quienes fluctúan. Sin ella, nadie es capaz de vivir sin temor, nadie es capaz de vivir con seguridad; cada hora acaecen innumerables sucesos que exigen un consejo, el cual se debe obtener de ella».
Para los maestros y discípulos del estoicismo, la filosofía facilitaba el autoconocimiento porque incitaba al ser humano a comprender su propia naturaleza. De esta forma, ¿qué significaba la naturaleza según la doctrina estoica? Te presento algunas máximas presentes en un pasaje de su Carta 94. Es un pasaje extenso, de forma que te animo a leerlo pausadamente y, a su vez, con pasión, puesto que cuenta con palabras más que inspiradoras:
Así como el que aprende a disparar busca un blanco determinado y adapta su mano para dirigir los dardos, y cuando luego consigue tal destreza por la técnica y el ejercicio, la emplea para el objetivo deseado, así el que se ha preparado para la totalidad de la vida, no necesita consejos particulares porque está adoctrinado para todo. En efecto, no sabe cómo vivir con la esposa o con el hijo, sino cómo vivir bien, donde se incluye cómo vivir con la esposa y con los hijos.
La naturaleza no nos inclina a ningún vicio. Nos ha engendrado puros y libres. Nada que excite nuestra avidez lo ha puesto ante nuestros ojos: el oro y la plata los ha colocado debajo de nuestros pies y nos ha entregado, para que lo pisoteemos y aplastemos, todo aquello que motiva que nosotros seamos pisoteados o aplastados. Ella ha dirigido nuestro rostro hacia el cielo y ha querido que, levantando la mirada, contemplásemos todas cuantas obras magníficas y admirables ha realizado: la aurora y el ocaso; el movimiento giratorio de un mundo que acelera su curso, que durante el día desvela las cosas de la tierra y durante la noche las del cielo; el movimiento de los astros, lento si lo comparas con el movimiento universal, pero rapidísimo si piensas por qué espacios tan grandes van girando con velocidad jamás interrumpida; los eclipses del sol y de la luna, que se oscurecen mutuamente y, además, otros fenómenos admirables tanto si sobrevienen según el orden establecido, como si se presentan repentinamente motivados por causas imprevistas, así: trazos flameantes en la noche, fulgores sin sacudidas ni ruido en el cielo despejado, columnas, vigas y figuras diversas descritas por las llamas.
La naturaleza ha puesto estas cosas encima de nosotros, pero el oro y la plata, y también el hierro, que a causa de los dos primeros nunca trae paz, los ha escondido, como indicando que sería peligroso confiárnoslos. Nosotros hemos sacado a la luz estos metales, motivo de nuestras peleas, nosotros, después de quebrar la corteza terrestre, hemos extraído las causas y los instrumentos de los peligros que nos rodean, nosotros hemos puesto en manos de la fortuna las desgracias con que nos abate, y no nos avergonzamos en tener en el máximo aprecio aquellos objetos que se hallaban en el lugar más bajo de la tierra.Ahora bien, estos minerales contaminan más las almas que los cuerpos y hay más suciedad en su poseedor que en su artífice. Por lo tanto, es necesario que estemos advertidos, que tengamos alguien que abogue por la sabiduría, que en medio de tanto bramido y agitación de la falsedad escuchemos una sola voz. ¿Cuál será esta voz? Aquella, sin duda, que a tus oídos, ensordecidos como están por el griterío tan grande de la ambición, susurre palabras saludables y te diga: “No hay motivo para que envidies a esos que el vulgo llama grandes y felices, no hay motivo para que los aplausos te arranquen de tu estado de equilibrio y salud moral, no hay motivo para que aquel personaje vestido de púrpura, acompañado de haces, provoque en ti hastío de tu tranquilidad. Si quieres ejercer un mando útil para ti y no molesto para nadie, echa fuera los vicios”.
En este pasaje, después de mencionar catástrofes causadas por el ser humano durante toda la historia de Roma —momentos celebérrimos como la soberbia de Julio César que lo condujo a su asesinato por su propio sobrino—, continúa de esta manera:
Todos estos ejemplos que penetran por la vista y por los oídos hemos de destruirlos y liberar al espíritu lleno de malos propósitos; introducir en el lugar ya dispuesto la virtud para que elimine la falsedad y cuanto nos halaga contrario a la verdad, para que se nos aleje del vulgo al que otorgamos demasiado crédito y nos haga recobrar los sanos principios. Porque en esto consiste la sabiduría: en retornar a la naturaleza.
Los estoicos no buscaban una filosofía. Buscaban la filosofía. Del mismo modo no contemplaban una naturaleza. Contemplaban la naturaleza. Estos pasajes de Séneca, aunque resultan algo complejos, transmiten mucho del estoicismo. Pensadores como nuestro filósofo cordobés asociaban la naturaleza a un universo en el que absolutamente todo —incluidos los astros, el cielo, la tierra, los animales, los seres humanos…— ocupaban un lugar específico no de forma casual, sino causal. En otras palabras, habitamos en un universo en el que todo está ordenado no por casualidad, sino por una causa. Cada elemento ocupa su lugar en el universo para un fin específico o, dicho de otra manera, para cumplir una misión que favorezca mantener el orden cósmico. Y esta misión se traduce en el concepto de naturaleza humana.
Ahora bien, ¿cuál es nuestra misión como seres humanos para mantener ese orden que exige el universo? Leamos una parte de la Carta 76:
Todas las cosas constan de su bien. La fertilidad y el sabor del vino dan valor a la viña, la velocidad al ciervo; indagas que las acémilas son más fuertes por sus lomos, cuyo uso solo es uno: llevar el peso; el olfato es primordial en el perro si debe rastrear fieras; la carrera si debe alcanzarlas; la audacia si debe morderlas y atacarlas: lo mejor en cada uno debe ser aquello para lo que ha nacido, en lo que es juzgado.
¿Qué es lo mejor en el hombre? La razón: por ella precede a los animales, sigue a las divinidades. Así pues, la consumada razón es su bien propio. Lo restante le es común con los animales y los sembrados. Es robusto: también los leones. Es bello: también los pavos reales. Es veloz: también los caballos. No afirmo que en todas las cualidades sea superado; no busco qué tiene en él de mayor grado, sino qué es suyo. Tiene cuerpo: también los árboles. Posee impulso y movimiento voluntario: también las bestias y los gusanos. Dispone de voz: pero, ¿hasta qué punto la sostienen más clara los perros, más aguda las águilas, más grave los toros, más dulce y melódica los ruiseñores?
No dudas de si esta cualidad es un bien, dudas de si es el único bien. Si alguien tiene todo lo demás, salud, riquezas, antiguo linaje, un atrio concurrido, pero es malo de manifiesto, lo reprobarás; asimismo, en efecto si alguien nada posee de estos rasgos que he citado, carece de dinero, de turba de clientes, de nobleza en la sucesión de sus antepasados, pero es bueno de forma incuestionable, lo elogiarás. Por consiguiente, el único bien del hombre es este que quien lo tiene, aunque esté privado de lo demás, debe ser alabado, el único bien del hombre es este que quien no lo posee entre la abundancia de todo lo demás, es desaprobado y rechazado.La disposición de todas las cosas es la misma que la de los hombres: se considera buena nave no la que está pintada con colores preciosos ni la que tiene el espolón plateado o dorado ni la que cuya salvaguardia está adornada con marfil ni la que está cargada por el tesoro público y las riquezas regias, sino la que es estable y firme y compacta en las junturas que impiden el agua, sólida para soportar la invasión del mar, obediente al timón, veloz y que no se hace cargo del viento. No dirás que es buena la espada que tiene un tahalí de oro ni cuya vaina es adornada con piedras preciosas, sino la que dispone de arista afilada para cortar y de punta capaz de atravesar toda protección. En una regla se busca no cuán hermosa, sino cuán rígida es. Cada cosa se elogia respecto a lo que está dispuesta, respecto a lo que posee como propio.
Con estos textos, comprobamos que la naturaleza por excelencia dictamina nuestro deber acorde con nuestra propia naturaleza humana. Nuestra propia naturaleza, entonces, consta de dos bases. La primera de ellas es la misma que la de los animales: poseemos nuestra propia forma de comunicarnos, nuestro organismo, nuestras capacidades de movimiento… En resumen, somos seres sociales que están destinados a convivir. Ahora bien, la segunda de ellas corresponde a nuestro propio bien único y exclusivo: la razón.
Somos seres racionales. Por consiguiente, hemos de dirigir todas nuestras acciones mediante nuestra facultad de razonamiento. Sabemos muy bien que esta cuestión no solo es mencionada por los estoicos, sino que la propia ciencia explica a la hora de describir la estructura cerebral humana. En nuestra corteza cerebral, poseemos capacidades cognitivas como la memoria, la percepción, el pensamiento, el lenguaje y, por encima de todo, la conciencia —concepto que trataré en el próximo artículo—.
Si actuamos de forma irracional y, al mismo tiempo, perjudicamos a la convivencia humana, no solo violamos nuestra propia naturaleza. Violamos la naturaleza universal. Alteramos el orden cósmico que la naturaleza exige. Si las estrellas, los animales, las plantas y todos los elementos que forman parte del cosmos desarrollan sus propios movimientos, ¿por qué nosotros vamos en sentido contrario? ¿Por qué deseamos más causar daño en lugar de beneficiar al resto de seres humanos? ¿Por qué preferimos tener un teléfono móvil de última gama en lugar de cuidar nuestra mente? ¿Por qué seguimos los pasos de los malvados, de los viciosos, de los saqueadores, de los asesinos, de los parásitos y, para más inri, ignoramos e incluso estigmatizamos a personajes virtuosos que solo deseaban el bien para la humanidad? Si conocemos personajes que son modelo a seguir, hemos de demostrarlo con nuestros actos, no con estatuas ni efemérides. Porque son personajes que intentaron cumplir con su condición natural: actuar como seres sociales y racionales.
Para terminar, recuerda siempre estas palabras que escribo de parte de Epicuro:
Si vives conforme a la naturaleza, nunca serás pobre. Si vives conforme a la opinión pública, nunca serás rico.
¡Que pases un buen día!
Artículo escrito por Daniel Arenas, si quieres recibir sus inyecciónes estoicas INSCRÍBETE.
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