Ya hemos indagado sobre el significado que posee la dicotomía del control desde la perspectiva estoica. Con ella, alcanzamos criterios que nos permiten diferenciar qué está bajo nuestro control y qué no. Sin embargo, esta diferencia no supone una segregación de ambos umbrales, sino que, como el ying y el yang, uno convive con el otro.
Podemos analizar esta cuestión en una de las Cartas a Lucilio de Séneca:
¿Piensas que solamente a ti te ha ocurrido (y te sorprende, como si fuera un hecho insólito) que, con tan largo viaje, a través de países tan diversos, no disipaste la tristeza y la ansiedad de tu espíritu? Debes cambiar de alma, no de clima.
Imaginemos que los diferentes lugares del mundo corresponden a lo que no está bajo nuestro control. Al mismo tiempo, el alma, sobre la cual Séneca nos incita a buscar un cambio, equivale a lo que sí tenemos bajo nuestro control. Por mucho que cambiemos de lugares con el fin de conseguir comodidad, tranquilidad, sosiego, felicidad, alegría, inspiración… ninguno de esos cambios dará fruto. El cambio debe ejercerse en nuestro interior.
Es preciso que descubras tu falta antes de enmendarte. Algunos se vanaglorian de sus vicios; ¿crees tú que les preocupa algo su curación a esos que cuentan sus defectos como virtudes? Por ello, cuanto te sea posible, ponte a prueba, investiga sobre ti. Cumple primero el oficio de acusador, luego el de juez, por último, el de intercesor. Alguna vez procúrate algún disgusto.
De eso se trata. Cuando encontramos inquietudes que nos impiden sentir tranquilidad, hemos de investigar sobre nosotros mismos y descubrir qué debemos modificar. No sirve de nada cambiar de entorno, compañías o de cualquier otro aspecto externo si nuestro interior sigue dañado.
Un ejemplo que podemos comentar son las relaciones tóxicas. Si vivimos una relación en la que notamos inquietud y sufrimiento, es cierto que tal vez no estemos con la persona indicada. Sin embargo, para conseguir una relación sana y duradera no solo debemos basarnos en los rasgos propios de la otra persona, sino también (y especialmente) en los nuestros. Antes de encontrar a otra persona, hemos de descubrir si existe alguna herida del pasado, algún conflicto interno o alguna preocupación recóndita en nuestro interior que nos impide avanzar.
Por más que, en palabras de nuestro Virgilio, «tierras y ciudades se alejen de tu vista», te seguirán, a dondequiera que llegues, los vicios.
Por ello, esta dicotomía nos enseña que, además de distinguir qué depende de nosotros y qué no, también debemos hacer lo posible para que ambos umbrales sean congruentes y se cohesionen:
Todo cuanto haces, lo haces contra ti, y el propio movimiento te perjudica, porque agitas a un enfermo. En cambio, cuando hayas expulsado este mal, todo cambio de lugar te resultará grato; podrá ser que te destierren a los confines más remotos, pero en cualquier rincón de un país extranjero en que seas colocado, aquella mansión, sea la que fuere, te resultará hospitalaria. Más que el lugar, importa la disposición con la que te acercarás a él. Hay que vivir con esta persuasión: «no he nacido para un solo rincón; mi patria es todo el mundo visible».
Una vez que encontramos los males que habitan en nuestro interior y los sanamos, estamos dispuestos y dispuestas a adaptarnos a cualquier circunstancia que está fuera de nuestro control. En este caso, entonces, actuaremos de forma que lo propio y lo ajeno sean congruentes. Actualmente, en el siglo XXI, disponemos de muchos recursos que nos pueden ayudar a ello. Pero, como decimos en este artículo, para conseguirlo debemos disponernos a sanar antes nuestro espíritu.
No estoy de acuerdo con esos que se lanzan en medio del oleaje y que, dando por buena una vida agitada, cada día se enfrentan con gran empeño a las dificultades. El sabio soportará esta forma de vida, no la escogerá, y preferirá hallarse en paz antes que en lucha. No sirve de mucho haber expulsado los propios vicios si hay que pugnar con los ajenos.
SÉNECA
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