Los últimos dos artículos comenzaban una secuencia consistente en las controversias que presentaba la figura del intelectual cordobés. No obstante, esta semana me dispongo a pausarla para abrir paso a este artículo.
A diferencia de otros ya escritos con anterioridad, de índole más académica, divulgativa, este es un artículo más cercano que escribo con agrado. Su punto central radica en el valor de la vida interior, en el valor de la construcción de unos valores, de un espíritu sólido que, puesto que conoce el mundo tal cual es, llega a ser indomable. Por esta razón la filosofía, en concreto la estoica, supuso una herramienta decisiva para mi vida personal.
La filosofía ha perdido muchísima reputación con el paso del tiempo. Los estoicos valoraban la filosofía no como una «afición de eruditos» exclusivamente útil para especulaciones. Más bien todo lo contrario. La filosofía era esencial para alcanzar la sabiduría. Pero… ¿qué significa ser sabio? Para Séneca,
la sabiduría dispone de la sede más elevada y no alecciona las manos, es maestra de las almas. No construye armas ni murallas ni aparejos de guerra: fomenta la paz y exhorta a la concordia al humano linaje. No es, lo repetiré, artesana de instrumentos útiles a las necesidades de la vida. Contemplas a la artesana de la vida. Las demás habilidades las tiene ciertamente bajo su dominio, porque a quien le sirve la vida, le sirven también los ornamentos de la vida. Ella enseña qué cosas son malas y cuáles parecen serlo; libera el ánimo de vanas apariencias.
En otras palabras, la sabiduría no sirve para vivir. La sabiduría te enseña en qué consiste vivir.Y si no sabemos en qué consiste vivir, no sabremos utilizar los recursos que nos concede la vida.
La respuesta se encuentra en la palabra moral. Hoy día asociamos rápidamente dicho término a principios éticos. Puesto que el vocablo moral deriva del lexema latino mos, moris (“costumbre, acción rutinaria, tendencia”), la moral corresponde a un conjunto de costumbres que cumplen un patrón de conducta. Sin embargo, Séneca sostenía que la moral no solo matiza las buenas y malas acciones de conducta, sino que, con una mirada más elevada, la moral clasifica las buenas y malas acciones según nuestra constitución natural. De esta manera, por ejemplo, las conductas morales pertenecientes a cada cultura del mundo se hallarían subordinadas a una única moral predominante: la moral humana. Esta moral apreciaban los estoicos. Ellos no cultivaban las buenas costumbres. Cultivaban las buenas costumbres como seres humanos.
Viktor Frankl, en su obra El hombre en busca de sentido, postulaba lo siguiente:
La experiencia de la vida en el campo de concentración demuestra que el hombre mantiene su capacidad de elección. Abundan los ejemplos, a menudo heroicos, que prueban que se pueden superar la apatía y la irritabilidad. El hombre puede conservar un reducto de libertad espiritual, de independencia mental, incluso en terribles estados de tensión psíquica y física. Los supervivientes de los campos aún recordamos a los hombres que iban a los barracones a consolar a los demás, ofreciéndoles su único mendrugo de pan. Quizá no fueron muchos, pero esos pocos son una muestra irrefutable de que al hombre se le puede arrebatar todo, salvo una cosa: la libertad humana para elegir el propio camino.
Esta libertad humana se vincula a la libre elección de la acción personal ante las circunstancias: El tipo de persona en que se convertía cada prisionero era más el resultado de una decisión personal que el producto de la tiranía del Lager[1]. De modo que cada hombre, incluso en condiciones trágicas, puede decidir quién quiere ser —espiritual y mentalmente— y conservar su dignidad humana. Una vida que consistiera en salvarse o perecer, cuyo sentido dependiera del azar de miles de arbitrariedades que conforman la vida en un campo de concentración, no merecería ser vivida.
Así como los estoicos, Viktor Frankl contempla en la vida un matiz causal. Nada sucede por casualidad, sino por una causa. Ahora nos preguntamos por qué todo tiene una causa si muchas cosas nos ocurren sin elección, como las enfermedades o catástrofes metereológicas. Asimismo, decía Viktor Frankl:
La actitud con la que un hombre acepta su destino y el sufrimiento que este conlleva, la forma en que carga con su cruz, comporta singular coyuntura —incluso en circunstancias muy adversas— de dotar de sentido profundo a su vida. Puede conservar su valor, su dignidad, su generosidad o, arrastrado en la amarga lucha por la supervivencia, puede olvidar su dignidad humana y actuar como un animal, como sucede con los prisioneros de los campos. Es cierto que alcanzar metas morales tan altas está reservado a pocas personas. De entre los prisioneros, solo unos pocos conservaron esa fortaleza y fueron capaces de aprovechar los atroces sufrimientos para lograr una madurez interior. Pero incluso si solo se hubiera dado un único caso, este bastaría para demostrar que la libertad interior puede elevar al hombre por encima de un destino adverso, y eso no solamente en un campo de concentración. Cualquier hombre, a lo largo de su vida, se verá enfrentado a su destino y tendrá la oportunidad de convertir un puro estado de sufrimiento en una hazaña interior. La observación psicológica de los prisioneros ha demostrado que el que sucumbía a las influencias degradantes del Lager era quien ya previamente se había abandonado en el nivel espiritual y humano, quien ya no poseía amparo moral.
Es cierto que vivimos una era pandémica, pero la pandemia no es el problema en sí. El coronavirus, así como todas las enfermedades que el ser humano ha padecido hasta ahora, seguirán presentes. Vivimos una era decadente, una era de crisis moral. Vivimos la ausencia de una moral que alimente nuestra más verdadera esencia humana. Ser humanista no es sinónimo de ser buena persona. Ser humanista es actuar de forma congruente con tu esencia humana y el perfeccionamiento de tu esencia te transforma no en una buena persona, sino en una persona de bien. Las personas de bien actúan de la forma más correcta y virtuosa tanto en circunstancias buenas como malas. El contexto en el que te encuentras no justifica tus acciones, sino tu esencia.
Debido a la decadencia moral, sentimos escalofríos a causa del miedo que nos genera experimentar esta incertidumbre. Sin embargo, Viktor Frankl y muchos otros ilustres humanos vivieron tiempos terroríficos no sucumbidos a una enfermedad. Las enfermedades eran solo un añadido a lo que mayor terror causaba: la decadencia moral.
Por esta razón, Séneca ya lo dijo en una de sus cartas. Entre todas las amenazas que a un ser humano pueden provocar temor, destacan tres: la escasez, las enfermedades y los males que ocasiona la violencia del más poderoso. Y, precisamente:
De estas tres ninguna nos impresiona tanto como la amenaza del poderío ajeno; ya que se presenta con gran estrépito y tumulto.
El poder y los medios de comunicación infunden miedo, porque es lo que desean. Como solía decir Calígula, ¡que me odien mientras me tengan miedo! Atemorizan porque el miedo psicológico produce parálisis. Entonces, ¿cómo es posible que sintamos tanto miedo cuando Viktor, con serenidad y un espíritu guerrero, resistió en un campo de concentración? Él mismo lo ha dicho. Resistió porque su amparo moral convirtió ese tormento en una hazaña interior y este amparo moral proviene de la filosofía.
El estoicismo no es una filosofía. Es la filosofía. La filosofía del guerrero que lucha por y para vivir y la filosofía del sabio que conoce el mundo como es, contemplando sus beneficios y aceptando sus maldiciones.
¿Cuál es el sentido de la vida? Luchar por el bien y resistir contra el mal. Al menos, así lo vería un estoico. Sin filosofía, sin moral, ante esta decadencia de valores humanos, la vida pierde su más completo sentido. Y esto es lo que de verdad causa miedo.
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[1] Lager: denominación que recibían los campamentos de exterminio del nacionalsocialismo alemán.
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