Roma experimentó tres sistemas de gobierno: la monarquía, la república y el imperio. La monarquía funcionó como el sistema que legitimaba las costumbres de una población fundada que, poco a poco, fue urbanizándose. Cuando llegó el último monarca al poder, Tarquinio el Soberbio —considerado el tirano por excelencia en el pensamiento romano—, la sociedad romana exigía un cambio. ¿Solución? Derrocar la monarquía.
Después, pese a que la república perseveró muchos años, todo tiene un fin. El siglo I a. C., uno de los siglos de la mayor corrupción política en la era republicana, generó un problema mayor. El poder decaía y, de nuevo, necesitaba un cambio. Sin embargo, ¿cómo volverían los romanos a confiar en la monarquía? ¿De qué forma podían modificar el sistema si, al hablar de monarquía, solo recuerdan al tirano Tarquinio?
De esta manera, surgió otro sistema denominado Principado o más conocido como Imperio. En el 31 a. C., Octavio derrotó a Marco Antonio tras repudiar a su hermana para marcharse a Egipto con Cleopatra. No solo esta acción significó una ofensa, sino que, aparte de ello, sentir atracción por las costumbres de Oriente ultrajaba a la tradición romana —el mos maiorum o «costumbres de los antepasados (romanos)»—. Tras la victoria en la batalla de Accio, Octavio fue nombrado princeps de Roma en el 27 a. C., recibiendo el nombre de César Augusto.
El poder imperial augusteo dio esperanzas. No funcionaba como monarquía puesto que, aunque el princeps tuviese la última palabra, el Senado mantenía su valor en el gobierno. En otras palabras, se inauguró una constitución mixta: poder autocrático junto con la tradición aristocrática. En cambio, su duración también fue limitada. Una vez que murió César Augusto, se abrió el sendero de la tiranía y la corrupción: Tiberio, Calígula, Claudio y Nerón.
Entre los estoicos, Séneca vivió precisamente toda la etapa de la dinastía claudia. Vivió cada año de poder de cada uno de los emperadores mencionados. Sin embargo, experimentó el despotismo de los más corruptos. Calígula pretendió asesinarlo. Sin embargo, puesto que Séneca era asmático y ya daban por sentada su muerte, Calígula aceptó el consejo de no matarlo a fin de no llamar la atención del pueblo. En esa etapa, Séneca era uno de los oradores más prestigiosos, además de uno de los administradores más ricos de Roma y, claro está, un ilustre pensador. Su muerte no habría pasado desapercibida. Bajo el poder de Claudio, fue acusado de un adulterio —un adulterio planificado para desterrarlo, en el cual se implicaron Publio Suilio, que odiaba a Séneca, y Mesalina—. Mediante dicha acusación, sufrió un exilio de ocho años en Córcega. Aquí tenemos un pasaje de la carta de consolación que escribió a su madre:
Muchas veces, excelente madre, he sentido impulsos para consolarte, y muchas veces también me he contenido. Me movían varias cosas a atreverme, pero otras cosas venían a retrasar mi propósito. Sabía que no se deben combatir de frente los dolores en la violencia de su primer arrebato, porque el consuelo solo hubiese conseguido irritarlo y aumentarlo; así como en todas las enfermedades nada hay tan pernicioso como un remedio prematuro. Removido, pues, el juicio de la multitud, que se deja arrastrar por la primera impresión de las cosas, tales como aparecen, veamos qué es el destierro: en su última expresión, no es más que un cambio de lugar. Parecerá que le suprimo sus angustias y que le quito todo lo que tiene de doloroso, porque acompañan a este cambio cosas muy desagradables: la pobreza, el oprobio, el desprecio.
Nos indica Séneca que el destierro es algo a priori terrible. En cambio, ¿qué nos continúa diciendo?
Dos cosas excelentes nos seguirán a donde quiera que vayamos: la naturaleza, que es común a todos, y la virtud, que nos es propia. Así lo quiso, créeme, aquel, sea quienquiera que sea, que dio la fortuna al universo; sea un dios, señor de todas las cosas, sea una razón incorpórea, arquitecto de estas obras maravillosas, sea un espíritu divino repartido con igual energía en los cuerpos más grandes y en los más pequeños, sea un destino y encadenamiento inmutable de las cosas ligadas entre sí. Así, pues, lo repito, lo ha querido, para no dejar caer en arbitrio ajeno otra cosa que lo más despreciable de nuestros bienes. Lo más excelente del hombre está fuera del poder humano; no se le puede dar ni quitar: hablo del mundo, la creación más bella y brillante de la naturaleza; de esta alma hecha para contemplar y admirar el mundo, del que ella a su vez es la parte más magnífica; esta alma que nos pertenece en propiedad y para siempre, que debe durar tanto como duremos nosotros. Marchemos, pues, contentos, erguidos y con paso firme a donde nos llevó el destino.
Recorramos todas las tierras; ni una sola encontraremos en el mundo que sea extraña al hombre. Desde todas ellas se eleva nuestra mirada a igual distancia hacia el cielo; y el mismo intervalo separa las cosas divinas de las humanas. Mientras no se prive a mis ojos de este espectáculo del que no se sacian, con tal que se me permita contemplar la luna y el sol, sumergir mi vista en los demás astros, interrogar su salida y su ocaso, su distancia y las causas de su marcha, unas veces rápida, otras lenta; admirar durante las noches tantas brillantes estrellas, inmóviles unas, desviándose ligeramente otras, pero girando siempre en la órbita que tienen trazada, y en tanto que unas se lanzan de pronto, otras nos deslumbran con un rastro brillante como si fuesen a caer; con tal que viva en esta compañía, y me mezcle, en cuanto puede mezclarse el hombre, a las cosas del cielo; con tal que mi alma, aspirando a contemplar los mundos que participan de su naturaleza, se mantenga en las regiones sublimes, ¿qué me importa lo que piso?
Estos años fueron durísimos para él, pero consiguió soportarlos. Ahora bien, una persona fue clave en el fin de su destierro: Agripina, la madre de Nerón. Se vaticinaba el fin del poder de Claudio —cuya muerte, por cierto, también recibe sospecha de ser premeditada— y Nerón era su heredero. ¿Qué tuvo que ver Agripina? Ella quería que Séneca fuese el instructor de su hijo para convertirse en el Optimus Princeps, en el mejor emperador.
Por esta razón, tras ascender Nerón al poder, Séneca escribió el libro Sobre la clemencia. Se trata de un manual político en el que Séneca describe cuáles son las virtudes esenciales del verdadero gobernante. Tras haber vivido Roma periodos sanguinarios de crueldad, entre todas las virtudes destacó una: la clemencia. Adquirió tanto poder este manual de príncipes que, en la posteridad, fue referencia en todo Occidente. Un ejemplo de ellos es el manual titulado Educación del príncipe cristiano de Erasmo de Rotterdam, escrito cuando fue consejero de Carlos I de España y V del Sacro Imperio Germánico. Aquí tenemos el comienzo del Sobre la clemencia:
Decidí, César Nerón, escribir para cumplir la función de espejo y mostrarte que vas a alcanzar el mayor de los placeres. En efecto, aunque el verdadero fruto de las acciones sea el haber actuado, y la virtud no tenga precio al margen de sí misma, es agradable dirigir la mirada a nuestro interior y contemplar la buena conciencia; a continuación, fijar los ojos en esa inmensa masa en desacuerdo, subversiva, incontrolada, dispuesta a lanzarse a la destrucción de los demás, así como a la suya propia si consigue romper el yugo; y decirse a uno mismo:
«Yo, entre todos los mortales, ¿he recibido la aprobación y he sido elegido para desempeñar en la tierra el papel de los dioses?
Séneca veían en Nerón no el gobernante de Roma, sino el gobernante del mundo humano. Roma no necesitaba un cambio de sistema, sino un cambio puramente antropológico. Necesitaba un «Mesías». Séneca pretendió construir al verdadero gobernante con Nerón. El estoicismo no es solo moral. También es política. Y la política no se basa en un pensamiento moral por convencionalismo. La política y la moral estoicas siguen un paradigma cosmopolita, universalista y deontológico. Acorde con el universo, que forma un todo ordenado, el mundo terrestre exige también un orden. Y el verdadero hombre político ha de ser el más importante, el primero de todos los seres humanos en establecer este equilibrio. De hecho, la palabra latina princeps tiene ese significado: «el primero, el más importante».
Esta cuestión político-moral está marcada sobre todo en un pasaje de su tratado Sobre el ocio. A diferencia de Epicuro, quien parecía tener claro que la política debía evitarse a toda costa, Séneca muestra unas palabras interesantes en dicho tratado fragmentario Sobre el ocio. Un pasaje hipnotizador cuya traducción propia ofrezco en el párrafo siguiente:
Dos son las escuelas más grandes sobre esta cuestión, la de los epicúreos y la de los estoicos. Epicuro afirma: «el hombre sabio no accede a la política excepto si algo se interpone». Zenón dice: «el hombre sabio accede a la política excepto si algo se lo impide». Si el Estado está tan corrompido como para pedir apoyo, si está bajo el dominio de desgracias, el sabio no se inclina a algo superfluo ni se compromete para no servir de nada.
Los estoicos apoyaban la política. Para ellos era un deber, porque el hombre sabio debía cultivar su sabiduría y actuar, a raíz de ella, por el bien común. Y actuar por el bien común, como señala Séneca más adelante en este tratado, seguía siendo ocuparse de un asunto público. Y, precisamente que un Estado estuviera corrompido era lo que impide al hombre sabio participar en la política. Si resulta imposible poner en práctica la sabiduría por el bien público, el estoico desea que al menos sí lo sea por su propio bien.
Así hizo Séneca: fue consejero de Nerón, el Estado se corrompió mediante parásitos como Tigelino y, ante la imposibilidad de purgar el gobierno, Séneca se retiró para crecer por sí mismo. Esta retirada le aseguraba su suicidio por orden del emperador Nerón, tal como nos lo narra Tácito en sus Anales.
Por lo que observamos, parece que Séneca compartía la visión que Platón ofrece en su República: si no gobierna un filósofo o el gobernante no cultiva la filosofía, las desgracias del ser humano no tendrán fin. Porque la filosofía enriquece el espíritu y lo fortalece contra maldades y tentaciones autodestructivas. Lo fortalece contra las enfermedades del alma. Después de lo que has leído, pregúntate a ti mismo o misma: «Si me ofreciesen el poder, ¿sería autoritario/a o crearía un nuevo bienestar colectivo?». «¿Tiene sentido con esto, entonces, que cada vez la Filosofía y los estudios humanísticos pierdan solidez en la enseñanza? ¿Tienen los políticos miedo de que, el día de mañana, cualquier pensador o pensadora salve al ser humano de la corrupción?
Artículo escrito por Daniel Arenas, si quieres recibir sus inyecciónes estoicas INSCRÍBETE.
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