Ya hemos comentado en otros artículos que los estoicos veían en el ser humano, de acuerdo con su condición natural, un ser racional (capacitado para actuar de forma prudente) y un ser social (para actuar mediante la prudencia en beneficio propio y de los demás). Estas dos cualidades propias de la raza humana no solamente debían desarrollarse por parte de cada ciudadano, sino que también resultaba crucial la implicación del Estado. Por ello, para la aplicación práctica de las virtudes los estoicos construyeron sus propios planteamientos políticos.
Cicerón compuso una obra insigne: La República. Basada en la República que ya escribió Platón, Cicerón expone las diferentes formas de poder que pueden aplicarse en un Estado:
Cuando la totalidad de las responsabilidades está en manos de uno solo, llamamos reinado o monarquía a esta forma de gobierno. Cuando está en manos de un grupo selecto, se dice que tal ciudad se gobierna mediante un régimen aristocrático. En cambio, se trata de ciudad democrática aquella en la que todos los poderes descansan en el pueblo.
Si bien Cicerón realiza un análisis comparativo en el que define las diferencias entre cada forma de poder, existe un punto en común irrefutable para una buena gestión política: la virtud.
En efecto, un rey justo y sabio o un grupo selecto de ciudadanos principales o el propio pueblo, siempre que no medien iniquidades y ambiciones, tiene la posibilidad de existir una estabilidad no insegura. ¿Puede haber algo más bello que un Estado gobernado por la virtud, cuando el que ejerce el mando sobre los demás no es esclavo de ninguna ambición […] y ofrece su propia conducta como norma de vida a sus conciudadanos?
He aquí la impronta del Estado. El gobernante, fuese en una monarquía, aristocracia o democracia, debía transmitir una conducta impoluta de forma que la inculcase a los demás ciudadanos. No obstante, Cicerón parecía inclinarse más hacia una forma de gobierno en concreto:
Pongo por delante de todas ellas la constituida por una combinación de las tres. Sin embargo, si tuviera que decidirme por una sola y en su estado puro, lo haría por la monarquía.
Si acudimos a la contextualización de La República, Cicerón la escribió en un momento en que la república romana se hallaba en su estado más corrompido. Roma fue fundada por Rómulo y atravesó un largo periodo de siete monarquías. Una vez que el último rey de Roma, Tarquinio el Soberbio, fue derrocado a causa de su ambición, el pueblo romano instauró la República. Sin embargo, este mismo sistema experimentó de nuevo la decadencia de las buenas costumbres y los vicios se consideraban virtudes. En los finales de la República, etapa de decadencia moral, Roma necesitaba imponer un cambio, pero el pueblo no se atrevía con la monarquía por lo que experimentaron hacía años con el rey Tarquinio:
¿Tú no te das cuenta de que, por la crueldad y la soberbia de uno solo, Tarquinio, la palabra «rey» ha llegado a resultar odiosa para este pueblo?
Por ello, surgió el Principado o Imperio, consistente en el poder de uno solo que contaba con la intervención de senadores a la hora de tomar una decisión. El primer emperador por excelencia, César Augusto, dio un toque de esperanza a Roma. Y en esta época, el bien conocido Imperio romano, nació un filósofo considerado reformador: Séneca.
Cuando fue nombrado consejero de Nerón, escribió un discurso laudatorio que, a su vez, poseía el valor de «manual de príncipes», Sobre la clemencia[1]. En este tratado, Séneca siguió los pasos que dejó Cicerón en su República y, en una sección del tratado, dice:
El tirano dista del rey en sus acciones, no en el nombre. […] Uno tiene las armas y las utiliza para proteger la paz, el otro para reprimir los grandes odios con grandes temores y no contempla libre de cuidados las manos a las que se las ha entregado[2]. […] A un rey pacífico y tranquilo le son fieles sus guardias porque los usa en favor del bien común.
Pero esta actitud pacífica del rey no le exime de su deber de disciplinar a los ciudadanos:
¿Cuál es su tarea entonces? La de los buenos padres que suelen reñir a sus hijos algunas veces con suavidad, otras amenazadoramente, en otras ocasiones añadir golpes a las advertencias. […] La seguridad es resultado de un pacto de seguridad mutua. Única protección inexpugnable es el amor de los ciudadanos. El Estado no pertenece al rey, sino que el rey pertenece al Estado.
La tarea principal del gobernante consistía, primero, en cultivar las virtudes para inculcar sus buenas costumbres a los ciudadanos. Después, toda acción contraria a lo considerado conforme a las virtudes supondría infringir la norma, de manera que conllevaría una amonestación. En cambio, esta amonestación no se basaría en castigos terribles ni torturas, sino en una pena correctora.
Además de este tratado, Sobre la clemencia, todas las obras de Séneca disponen de un contenido moral aplicable en la vida práctica que, al mismo tiempo, se puede imponer en el cargo político. Es más, las descripciones que Séneca expone de las buenas costumbres del sabio estoico y las malas costumbres del pueblo romano depravado, ocupando el emperador Nerón la cabeza del pueblo, se basan en todo lo que Séneca contemplaba a su alrededor. El emperador contagiaba al pueblo y el pueblo contagiaba al emperador. Los vicios se extendían a un nivel exponencial. Y todos los vicios, para describirlos, Séneca los examinaba observándolos a diario en la sociedad romana de su tiempo, especialmente en el poder.
Estos planteamientos políticos procedentes de la doctrina estoica nos dan una posible lección: la importancia de la conducta del gobernante resulta innegable. Por ello, las «etiquetas» o nombres que damos a los diferentes sistemas (república, democracia, dictadura, monarquía…) solo son nombres, mientras que la conducta del gobernante sea cual sea el tipo de sistema determina toda la seguridad del Estado y de la población. En la teoría lo percibimos con claridad, pero en la práctica, por experiencia, sabemos que resulta muy complejo.
[1] Este tratado impulsó el movimiento literario de «manuales de príncipes», entre los cuales conocemos el célebre Príncipe de Nicolás Maquiavelo.
[2] En esta sección Séneca recuerda la famosa frase que se atribuye al emperador tirano Calígula: «Que me odien mientras me tengan miedo».
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